Hasta aquí la mayoría aparentan ser nada más que señales, quizás encubiertos mensajes para ir dando cuenta de que el cambio ya está instalado en el seno del Estado Vaticano y por ende en la propia Iglesia Católica.
Los ortodoxos y los fanáticos del tipo Opus Dei rechinan los dientes ante cada decisión de Francisco que a paso pastoril va introduciendo a la oxidada Iglesia Católica en el mundo posmoderno.
La decisión de cambiar el latín, idioma oficial de la Santa Sede por el italiano coloquial para las sesiones del Sínodo de Obispos que se desarrolla en El Vaticano, va mucho más allá que una simple expresión.
La lengua de un pueblo es su patrimonio, lo define y otorga identidad, por eso, que ahora el italiano sea la lengua establecida para que todos los obispos del mundo se comuniquen y trabajen es una medida de no poca entidad.
El cambio es la expresión más tenebrosa para los sectores ortodoxos y mesiánicos que todavía medran en el poder del Vaticano. Las sectas de fanáticos y los cardenales más ancianos saben que estos vientos de liberalidad como definen con desprecio al “modus operandi” de Francisco, les harán perder lo que más adoran: su poder.
El sentido de los cambios impuestos por el Papa no puede ser más evangélico, son lentos, mansos, sin grandes estridencias, pero así como no parecen alterar el orden establecido, sin embargo van calando muy profundo porque ya no tocan a la jerarquía sino que son comprendidos por el pueblo.
Saludable es lo que está pasando, aunque quizás el pontificado de Francisco sea muy breve para la magnitud del cambio que se precisa. Sin embargo, habrá que ver en qué terreno cae cada una de estas semillas y cómo germina.
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