Por Atanasio Casullo
Personalmente nunca he sido partidario del pensamiento sarmientino por considerar que se trataba de un hombre que representaba el unitarismo y el centralismo a ultranza, males que aquejan a la República desde sus primeros días.
Sin embargo, cuando analiza el fenómeno del caudillismo en aquella naciente Argentina, denuncia que el país no tendrá progreso alguno mientras las provincias continúen bajo la férula de estos omnipotentes señores locales. Y era verdad.
El caudillo para Sarmiento era sinónimo de retraso e ignorancia, despotismo y el gran drama a superar si se quería lograr la gobernabilidad en aquel naciente Estado. Ninguna modernización del sistema político era esperable sin que se superara esta situación.
Sarmiento es historia lo mismo que los caudillos de su época, sin embargo, en la Argentina contemporánea esa realidad de los caudillismos localistas se resiste a ser superada. Nada más hace falta detenerse a contemplar el panorama que ofrecen las provincias para comprobar que esto continúa así.
El mal de esta permanencia en la dominación de señores feudales reside en la falta de respeto a la alternancia que propone la Constitución. Desde la década de los noventa cuando Carlos Menem reformó la Constitución Nacional, una fiebre de permanencia se apoderó de los gobernadores haciendo lo propio en sus provincias para eternizarse.
Los casos son conocidos, huelga detenerse en ello, pero sí es preciso advertir que nada peor puede ocurrirle a la democracia argentina que continuar tolerando a los caudillos en el poder.
Cuando un gobernador pretender quedarse en el poder más tiempo del establecido, invariablemente se forma una casta gobernante compuesta por familiares, amigos y allegados que le tributan honores a cambio de las prebendas del poder.
El caudillismo en el pueblo genera clientelismo porque el gobernante para poder atarse al sillón tiene que dar, tiene que regalar bajo cualquier pretexto, y así todo el sistema se degrada. Luego, la democracia se convierte en una tiranía de la dádiva.
Será que el pueblo aprenda a reconocer al verdadero demócrata, aquel que desea realmente el bienestar y el progreso de su pueblo, y lo verá en aquel individuo que con vocación de servicio quiera llegar para cumplir todos los preceptos de la Constitución y no enriquecerse a costillas del erario público.
Hoy, todavía esa pretensión es una utopía.
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